14 de mayo de 2009

De la amistad y el amor: El egoismo

Hay multitud de frases que repito al cabo de la semana: "No, este pedo no es mío", "El judio ha dicho...", "Mira que tia mas tonta"... Son secuencias de palabras que generalmente no tienen mayor importancia y que no suelen traer consecuencias de ningún tipo. Quizá algún "Ya te digo, tron" de alguien, pero la cosa no suele ir más lejos. En cambio, algunas otras de mis aseveraciones suelen traer cola, como por ejemplo cuando digo que el ser humano obra de manera puramente egoísta en todas las situaciones.

Cuando digo animaladas así no es porque primero las diga y luego las piense, sino porque generalmente primero las he pensado y después me permito decirlas. Cuando digo que todo el mundo, en todas las circunstancias, obra de manera que maximice su propio placer o disfrute, y minimice el dolor o las experiencias desagradables, es porque lo he reflexionado durante durante mucho tiempo. No soy de los que dicen gilipolleces de manera gratuita. A día de hoy mis divagaciones sobre el tema siguen levantando ampollas.

La Real Academia Española de la Lengua define el egoísmo de la siguiente manera:

Egoísmo:
Inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás.

Desgraciadamente me veo en la obligación de disentir desde la primera palabra. Además me gustaría apuntar que en esa definición sobra una coma, pero esa es otra historia.

El amor a uno mismo es, por definición, infinito, excesivo e inmoderado. Somos máquinas perfectamente diseñadas por un refinado proceso natural y nuestro timón es el instinto de supervivencia. Hacer que alguien ponga sus propios intereses por encima del de los demás es tan fácil como encerrarlo en una celda con otro de su misma especie y dejar una pata de jamón como menú para las dos próximas semanas. Así ha evolucionado el ser humano durante millones de años: anteponiendo cosas al beneficio de los otros.

"Atiende desmedidamente al propio interés sin cuidarse del de los demás". ¿Quién decide aquí en qué medida debe uno de cuidarse de los intereses de los demás? El respeto por los intereses de los demás es cojonudo hasta que esos intereses se cruzan con los tuyos, entonces se acabó el espacio para las concesiones.

Quiero más de eso bueno, quiero menos de eso que no me gusta.

No te escandalices cuando leas la siguiente frase. Con práctica yo casi he conseguido decirlo sin ruborizarme:

Si estás en Angola curando a niños con lepra es por tu propio egoísmo, porque te realiza como persona. Lo haces porque te resulta gratificante. En resumidas cuentas, lo haces por tu propio beneficio.

Es la hostia, ¿eh?, casi que lo escribo sin que me tiemble el pulso.

Si estar en Angola te resultara desagradable o insostenible estarías en cualquier otra parte. Lo estás haciendo porque la sonrisa de un niño te produce más satisfacción que cualquier otra cosa en este mundo, porque crees que este planeta se merece algo mejor. Si ayudar a ese niño te produjera una sensación desagradable entonces estarías haciendo cualquier otra cosa. Pero no, esto te llena, te hace sentir realizado, da un sentido a tu vida que no puedes encontrar realizando ninguna otra actividad. Te estás chutando, maldito cabrón, pero no te preocupes: por lo menos tienes la suerte de que tus intereses y los de Angola apuntan en la misma dirección.

En ese momento, en el otro extremo de la tierra, hay otra persona experimentado exactamente esas mismas sensaciones, esa descarga hormonal tan placentera, pero a lo mejor está cruzando una ciudad en coche a 150 kilómetros por hora o abusando de un niño de tres años. La única diferencia está en las acciones que disparan esas sensaciones. Si ayudas a un niño con lepra estás haciendo un favor a la sociedad; si le metes mano no estás haciendo gran cosa por este mundo.

Esta comparación es extrema y siempre pincha en hueso porque parece que yo esté empeñado en desvirtuar a aquellos que se entregan de manera económicamente desinteresada y a los cooperantes en particular, pero es que normalmente hay que romper los huevos para hacer la tortilla.

Si ahora mismo estás escandalizado, no te preocupes: durante una temporada estas conclusiones también me inquietaron a mí. A pesar de darle vueltas al asunto y verlo cada vez más claro, los resultados no me dejaban precisamente frío. Sentí un gran alivio cuando leí que no era el primero en reflexionar sobre el asunto y arribar a lo que parecía un disparate.

En 1979 se publicó "El gen egoísta". Richard Dawkins, su autor, lo resumió todo en una frase:

"Una gallina es simplemente el método que usan los huevos para hacer más huevos"

El libro tiene evidentemente mucha más miga, pero hoy no he venido de crítico literario.

La filosofía también ha explorado la paradoja humana. Thomas Hobbes es mi favorito:

"Las personas obran por interés propio. Incluso cuando servimos a los demás, solemos hacerlo porque nos reporta beneficios o porque no hacerlo iría en nuestro propio detrimento. (...) Habitualmente, por no decir ante todo, el altruismo satisface una necesidad propia."

Ante tan desolador panorama, ¿qué lugar queda para sentimientos como la amistad y el amor? ¿Cómo se explican? ¿Qué maravilloso mecanismo es aquel que permite hacer nacer la belleza a partir de lo que parece pura mierda? La única respuesta que he encontrado es esta: el azar.

Más de uno aquí habrá oído hablar de El juego de la vida, el autómata celular más famoso de la historia. En él se desparraman una serie de cuadrados (células) sobre una rejilla y se establecen una serie de reglas para su convivencia y evolución. En el juego original, nace una célula si tiene tres células vecinas vivas, sigue viva si tiene dos ó tres células vecinas vivas y muere en cualquier otro caso. Curiosamente, al cabo de un cierto número de generaciones, se producen formas estables compuestas por varias células, una suerte de organismos "vivos", seres de entidad superior a las células y que terminan campando a sus anchas sobre el tablero.

Por azar; de esa misma manera nace la belleza del puro estiércol.

La amistad y el amor surgen cuando la situación original se pervierte y es el bienestar de los demás el que crea en ti sentimientos placenteros, y cuando el dolor de otras personas se siente como propio. Cuando intentas terminar con el dolor de otros lo haces para acabar con el tuyo propio, y cuando prolongas el bienestar de otras personas estás preocupándote de prolongar tu propio placer. La amistad y el amor son casuales, son una convergencia de necesidades, son el interés común.

Cuando El y Ella se cambiaron de casa hubo un fin de semana de trabajo de cojones: desmonta muebles, bájalos, súbelos, pinta paredes, limpia hasta la última gota de mierda... El Domingo por la noche, mientras se dejaba las uñas intentando devolver a los fogones el esplendor que un día conocieron, después de dos días partiéndose la espalda, me sorprendí molesto porque ya prácticamente se había terminado la mudanza. Ellos habían hecho tanto por mí desde que llegué a este sitio, yo tenía tanto que devolver, que ayudarles supuso para mí literalmente un auténtico placer. Estoy diciendo que estaba contento de haber pasado un fin de semana forzando la ciática, sudando la gota gorda y forjando callos. Estoy diciendo, que se dice pronto, que durante dos días trasegando cajas y montando muebles fui uno de los tipos más felices del mundo. Y por eso lo hice y lo repetiría, por mi propia felicidad.

El hecho de que el se mude y yo tenga la oportunidad de ayudarle a mover muebles es algo que no me va a reportar ningún beneficio, ni físico ni espiritual, así que si se da el caso huiré como de la peste saliendo del país si fuera necesario. La diferencia con el caso anterior es que la felicidad de el me resulta completamente ajena, mientras que el bienestar de ellos se ha convertido para mí, con el tiempo, en una necesidad.

Es por eso que sé que estamos hablando de amistad.

El amor trabaja en los mismos términos pero amplificado, porque opera desde el mismo núcleo de la persona y es capaz de cambiar el frío por el calor y el arriba por el abajo.

Pocas veces he estado enamorado, y durante aquel periodo yo no era yo, era otra persona; definitivamente una persona mejor. La compañía de la persona amada me otorgaba superpoderes. Yo era capaz de hacer cosas que antes se me antojaban imposibles y esa situación me animaba a superarme cada día, a juzgar la vida en todo su esplendor. Es difícil desprenderse de sentimientos tan aterradoramente poderosos. Cualquier persona hará lo que sea posible para prolongar semejante estado. Sólo un necio dejaría escapar una droga así.

Cuando uno ama, disfruta de la felicidad de la persona amada, bebe de sus emociones. También sufre sus dolores, y es por ello que tratará de evitarlos. En el amor, el amante se diluye y ya no existe sin la otra persona, no puede ser explicado sin ella. Por eso es un sentimiento tan poderoso, porque uno muere para nacer como algo mejor.

Es por eso que sé que aquello era amor.

¿Y el odio? El odio es todo lo demás, el vacío que queda.

Cuando estuve enamorado me sentía pleno. Sentía tanta felicidad que sólo deseaba compartirla, como si el exceso de felicidad me estuviera doliendo, como si fuera algo de lo que tuviera que deshacerme para poder seguir viviendo. Estaba tan lleno de vida que el odio sencillamente no cabía.

El odio es todo lo demás, es la plenitud de la que me gustaría disfrutar pero no encuentro, es todo lo que no llenan la amistad y el amor.

El odio está compuesto básicamente de frustración, de todas aquellas cosas que me gustaría ser y no puedo, de mis propios complejos y todaslas cosas que me han hecho creer que debería tener y que no poseo.

El odio está lleno del miedo a lo desconocido, de la incertidumbre, del temor a tener más de lo que no me gusta y menos de lo que sí.

El odio son mis propios miedos. El odio soy yo.

Hoy ha habido un accidente en el metro en Valencia y ahora mismo están contando más de treinta cadáveres. La pregunta del día ha sido "¿Algún conocido?". ¿Por qué ha sido esa la pregunta más repetida y no otra?

Porque eres un puto cabron egoísta, porque tienes miedo.

Y yo también, no te preocupes.


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