21 de octubre de 2010

Vacio



Un bar.


Un bar cualquiera. Uno de esos cuyo nombre ignora la mayoría al pasar por su puerta y que puebla una calle al azar. Al fondo una mesa entre muchas. Dos sillas. En una de ellas descansa un abrigo haciendo de acompañante imaginario. Frente a él alguien sostiene un cigarrillo en una mano. Una copa en la otra. Sus ojos miran. Miran al vacío. Mucho más allá del ruido que desprende las máquinas tragaperras. Mucho más allá de las conversaciones que se dan alrededor. Mucho más allá del suelo, de las paredes, o incluso del dia o la hora que es.


Llora.
Sin ruido.
Sin movimiento.
Llora lenta y pausadamente.
Como si sus lágrimas fueran una ampliación del paisaje.
Y éstas se precipitan desgastando sus ojos de forma casi sincronizada, rítmica...


Pasan los minutos.


Se convierten en horas.


Sigue ahí. Sin moverse. Con otra copa. Otro cigarro. Otro más. Otro...


Y sus lágrimas no cesan, empañando el paso del tiempo. El pasado, el presente y el futuro.
Empañándolo todo, inundándolo hasta la extenuación.


Continúa en el mismo sitio. Mirando un infinito donde sigue sin haber nada. Absolutamente nada...

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