19 de octubre de 2010

Lo peor...

Lo peor que te puede pasar no es acabar en un hoyo. Lo peor que te puede pasar no lleva ningún epitafio, ningún destino, ningún porqué. Casi nadie habla de ello, porque nombrar lo peor que te puede pasar es como admitir alguna vez que te ha pasado, y parece que no es nada agradable.


A los que se atreven a pronunciarlo, les basta con dos palabras, que por separado parecen inofensivas, pero que juntan resultan bastante devastadoras. Y es que lo peor que te puede pasar es quedarte solo.


Perdona si me temo que también es lo único.


La familia siempre está ahí, aunque con cada nuevo eslabón generacional se empuja a los demás al fondo del abismo del olvido, llevándose con ellos millones de casualidades que en su día hicieron que llegáramos a existir. Lo que daría hoy por hablar un rato con alguno de mis tatarabuelos y preguntarle cómo y si realmente se enamoró, por qué de ella y no de cualquier otra, por qué ese día, y no después.


Los amigos, otro tipo de familia, van emprendiendo uno a uno viajes de ida al maravilloso país de las parejas. Y allí se instalan. Claro que puedes ir a visitarlos, pero siempre con visado de turista. O con llamadas, emails y mensajitos , manteniendo vivo el lamentable espejismo de pensar que aún están ahí.


Y las parejas, amistades convertidas en familia, van cerrando los últimos episodios de este libro al que llamamos vida y que tiene la última página escondida entre las demás. Eres con quien estuviste. Eres de quien quisieras haber sido.


Supongo que en eso consiste la contrapartida de las cosas bellas, en que todas acaban por no durar. Ese fin de trayecto duro y desagradable llamado despedida en el que todos nos hemos tenido que bajar alguna vez. Crecer es aprender a despedirse, conocer cada vez más gente que ya no está, sonreír de tanto llorar.


Con el tiempo, las cosas van cambiando de color. Las muy claras se tiñen de "a veces". Las muy normales se pintan de excepción.


Con el tiempo, tienes varias preguntas para cada respuesta. Varios recuerdos para cada proyecto. Varios principios para cada final.


Pero nada de eso debe ser comparado con la angustiosa sensación de irse quedando solo.




Por eso, siempre que noto la soledad de alguien gritada a través de sus poros, jamás se me ocurre manifestar burla, desprecio o indiferencia.


Miro a los que sí lo hacen y siento lástima de ellos. Parece que jamás se hayan quedado solos.


Y si alguna vez lo estuvieron, está claro que no supieron aprovecharlo

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