Miré desde la terraza los últimos resquicios de sol que me ofrecía aquel día. Apoyado en la baranda, viendo como las luces de aquella ciudad empezaban a brillar como rastros de purpurina mal esparcidos sobre las montañas. El cigarro que había empezado a consumirse, dejaba haces de humo que formaban ondas perfectas en el aire. La tranquilidad de la noche había caído sobre mí, serena, lenta, pausada...
Miles de ideas brotaban en mi mente, sin encontrar un camino de salida que fuera coherente, y se unían unas con otras, dando forma a un monstruo amorfo y enorme que palpitaba en mi sienes, que pedía salir de ese minúsculo mundo en el que se veía atrapado y asfixiado.
Miraba embobado el humo de ese cigarro que se consumía lentamente. Me parecía tan bello aquel humo denso, aquellos dibujos que desparacían con la brisa del aire, aquel color rojo intenso del cigarro.
En aquel día no había tenido nada más que la compañía de aquel último cigarro. Ni llamadas, ni visitas. Nadie se había preocupado en saber de mí, y a mi tampoco me apetecía saber de nadie. En aquel momento era yo, las luces brillantes y de colores, y el humo de mi cigarro.
Estaba tan a gusto que ni siquiera fumaba. Había encendido aquel cigarro, y se consumía solo, como si fuera una barra de incienso que elevaría mis pregarías al cielo...
La colilla empezó a apagarse, y con ella, mi estado de paz y mi momento de soledad. Había acabado de salir aquel humo que me había embelesado y que me había envuelto en un estado casi de trance y sumisión. Me dí cuena de que ahí, en ese mismo momento en el que aquel cigarro se había apagado del todo, habían muerto mis ideas por aquel día.
Ya las luces de la ciudad habían perdido su encanto, y la brisa se había transformado en aire frío, en viento helado que me obligaba acabar aquella noche dentro de casa , otra vez solo, a oscuras, en silencio...
Cuantas momentos habran sido como ese...
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