14 de octubre de 2012

Kamikaze


'Kamikaze' significa en japonés viento divino. No está mal nominado este cóctel, ya que si te bebes media docena de 'kamikazes' te puede entrar un siroco que te dé una ganas irrefrenables de cargar contra el camión de la basura con una bombona de butano al hombro y al grito de 'banzai'. Es uno de esos tragos ante los que conviene ser previsor: si se augura que van a caer unos cuantos es conveniente apuntar antes con letra bien legible la dirección de casa para dársela en su momento al taxista.

El 'kamikaze' es uno de los numerosos cócteles con el vodka como protagonista. Parece ser que tuvo su origen en las playas de California entre la muchachada aficionada a cabalgar olas, que sabría mucho sobre los Beach Boys y los bikinis de Ann Margret, pero no de cócteles.

El vodka es una bebida que está bien para los cosacos de la estepa, no tiene más que alcohol, no sabe a nada. Así que, claro, combina bien hasta con la leche condensada. Y es dañino y traicionero: si te pasas con él te corta las piernas como un puñetazo en el hígado. Me sucedió esto con un conocido director de cine cuyo nombre no revelaré para no empeorar su reputación. Comimos juntos en un restaurante ruso que había en la plaza de la Paja, en Madrid. Al cineasta se le ocurrió la idea de que regáramos la comida sólo con vodka, le parecía más auténtico. Como soy un chisgarabís, acepté. Nos soplamos botella y media de Stolichnaya helado. Vasito a vasito que nos iban encadenando invisiblemente a las sillas. Tras pagar la cuenta, no nos sentíamos demasiado trompas, pero al ir a levantarnos, volvimos a sentarnos. Lo intentamos de nuevo; fue un buen intento.

Los rusos, como tienen por costumbre, fueron amables: nos dejaron quedarnos un par de horas más en vez de arrastrarnos hasta la calle y nos pusieron el samovar en la mesa para que nos ahogáramos en té. Pasado ese tiempo, recuperamos la posición bípeda y atinamos con la puerta a la primera. Para el habla, tardamos algo más.

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